Vivo buscándome en los obituarios. Sólo una vez encontré un homónimo y acudí a ver su rostro (distinto del mío) y rendirle honores, conocer a sus deudos, obsequiarles mi pésame (en otras palabras, bajo otro nombre). Ese Orlando Nogales nada tenía que ver conmigo. Ni siquiera se me oponía. Vivíamos al margen uno del otro. Nuestras historias se escribían en renglones diferentes. Habitábamos distintas riberas, empezando por el apellido materno.
Compartíamos iniciales. “O” de ¿ostentoso, omnipresente, onírico? Y “N” de negación, nimiedad, nunca… Nada menos. El Orlando Nogales ingeniero murió de un infarto en pocos segundos. Se llevó el índice diestro al pectoral izquierdo y se tocó como oprimiéndose un botón que lo apagaba, cesando en el (único) acto (irrepetible) sus funciones cardio/respiratorias. Ingeniero que era, supo burlar la dichosa fatiga de materiales que nos agobia a humanos y universos, ambos asimétricos. A sus tempranos cincuenta, él mismo detuvo el mecanismo, engranajes, motobomba, bielas, poleas, pistones, motor.
Dejó esposa sobreviviente confortablemente cuarentona e hijos hembra y varón de 19 y 16, sin oes en sus rúbricas, aunque sí Nogales + el apellido materno que, incluso en subsiguiente generación, nos desasemeja.
Ni él ni yo resultamos ser vástagos junior de Orlandos senior, no señor. Yo, viudo; él, huérfano. Yo, veinte años menor. Aparentemente: él, trabajador consuetudinario; yo, heredero de una minúscula fortuna conyugal que me permite divagar sin desgastar rutinas.
El ingeniero Nogales egresaba a diario lectivo de su gerencia asalariada e ingresaba dominicalmente al campo de golf. Yo no me conozco hábitos de ninguna especie que me permitan delinear un perfil de aficiones ni mucho menos un curriculum profesional.
Me endilgo cursos de verano en la universidad complutense, los años impares, para extraviarme de los ojos conocidos que me escrutan más allá de mis puertas, paredes, persianas. Un día me presento Orlando Nogales, psicoanalista y en la primavera siguiente ostento credenciales de oceanógrafo con piel curtida por el salitre de mi cocina y pómulos bronceados de maquillaje Estée Lauder.
Se me ha instalado entre las sienes el concepto de suplantar al Orlando Nogales cincuentón. Con la excusa de un homenaje post-mortem, nuestra emotiva cónyuge me suministra los ángulos fotográficos más emblemáticos del Orlando que aún no soy. Accede a confiarme, en entrevista que se me antoja íntima, los rasgos pertinentes y definitorios del Nogales que aprendo a ser. Sus/mis hijos me responden con recelo un cuestionario proustiano en torno al progenitor redivivo que, de lejos, pretendo encar(n)ar.
Ya recorro dactilarmente nuestro título universitario, impecablemente digitalizado y enmarcado. Su número de colegiación profesional es el tres-cinco-nueve-cuatro-uno. He precisado memorizar los detalles y envergadura de nuestros proyectos exitosos.
¡Qué arduo es jugar golf!
Mis canas postizas le otorgan carácter a nuestra faz. Sus anteojos de carey carmelita, ligeramente traslúcido, nos equiparan en óptica hipermétrica y credibilidad.
En ausencia de confidencias o evidencias incriminatorias, nuestra vida sexual he tenido que inventármela. Frecuento hetairas suntuarias a quienes aburro con disertaciones extraídas de voluminosos textos de ingeniería estructural. Una vez me topé con una colega recién graduada que se excusaba por facturar ostensiblemente más con su aparato genitourinario que con su licenciatura de la universidad católica.
Rehago sus periplos: luna de miel en Honolulu, pisoteando chamuscadas arenas volcánicas, acompañado por actriz de tercera contratada con objetivo de simulacro tarifado. Negando el rumor nefasto de su fallecimiento precoz, asisto a congresos de ingeniería en ultramar.
Anticipando reiteraciones –en momentos supremos de hastío compartido– insisto en desafiar el mecanismo, oprimiendo el interruptor alojado en mi pectoral siniestro con mi índice derecho.
OFF