Hierve la sangre
Victoria Carvajal
Hierve la sangre. Ebulliciona. Corre, corre, corre por las venas. Enrojece la faz de Alvaro que se pone de pie resorteado por el destemple sostenido de Aníbal a lo largo de la reunión inclemente. Alfabéticamente, los dedos índice y pulgar de Al se estrechan, atenazantes, alrededor del cuello anchísimo de su ofensor cotidiano. La jerarquía se ejerce sin miramientos. Los ojos de An no dan crédito. En coherencia con su bolsillo y su política financiera. Desacostumbrada audiencia de pugilato, el resto del personal se mimetiza con las paredes. Al no ceja en la asfixia ajena que añejan sus sueños. La diferencia de contexturas se equilibra con el empeño. Al no pasa del peso pluma. Su contendiente es luchador de sumo ataviado por Armani. An se descongela y ahorca las muñecas abrevadas de su empleado más dócil. Lo invita a pulir con su ropa de saldo la superficie impecable de la mesa de conferencias. La mullida alfombra lo ataja. Pasos talla 45 se aproximan. El asalariado emerge y astilla el auricular del teléfono contra el cráneo del propietario, chairman of the board, director de cuentas y gerente. La autoridad se tambalea. Al ataca ahora con la pizarra acrílica, arma contundente y polimérica. Los impactos sobre el cadáver no cesan. Definitivo, Alvaro ocupa la silla presidencial, encumbrado sobre el terreno accidentado que encarna el otrora personaje bélico de Cartago. Trono rodante, de resaltantes características ergonómicas, con tracción permanente en cada una de sus cuatro ruedas.
(248 palabras. 1532 caracteres con espacios)