Vía Láctea, sin el artículo determinado que la dotaría de alguna trascendencia galáctica, era el prostíbulo más elitesco de Caracas. Frecuentado por altos cargos socialcristianos, se erguía camuflado tras la fachada del Centro de Altos Estudios Josef Müller en la avenida La Gloria de la urbanización El Bosque, edificación convenientemente bordeada por árboles de espeso follaje que impedían atisbar el fervor lascivo que exudaban las paredes. Un discreto estacionamiento subterráneo con acceso a un par de calles colindantes saboteaba la curiosidad malsana de vecinos y fablistanes de poca monta, a la caza de algún escándalo que sirviera para desperezar la capital habituada a la sucesión de gobiernos adecos y copeyanos.
Frau Stifung gestionaba el próspero tinglado cuyo casting incluía esbeltas aeromozas de Lufthansa y blondas estudiantes de cursos intensivos de español (con gramática de Andrés Bello e inmersión total en el idioma). La letra con sangre entra, afirma el refranero, aunque en este caso los pintorescos modismos creole se regocijaban en variadas secreciones plurisílabas. Tras cumplir a rajatabla con los maitines, los numerarios del Opus se entregaban al martirio gozoso del placer ecuménico inscrito en la cópula. Comunión de los sentidos que remite a la extremaunción del “polvo eres”.
En sus largas conversas a la sombra de las piedras de dominó y el escocés mayor de edad, Pérez Díaz gustaba mofarse de Pérez La Salvia y Lara Peña e, incluso, del adusto Jiménez Landinez y su “par de zetas concluyentes de sus apellidos”. Aun cuando el blanco del desprecio de todos ellos era, con azorada puntería, aquel bonachón obeso que bien hubiese podido encarnar el personaje del sargento García. “Pedazo de carne con ojos”, fustigaba José Antonio a quien, lustros después, empavaría el país devaluando el bolívar.
Ni la inauguración de El Metro ni la apertura del Teresa Carreño lograron quitarle INRI a aquel despropósito monetario que disparó el anatema distópico que, en pleno tercer milenio digital, procuramos escamotear sin éxito alguno. La Radio Rochela de la época se dio banquete caricaturizando al mandatario peso pesado artífice del ministerio de la inteligencia (precuela del coaching) y de aquel asqueroso lactovisoy que pretendía sustituir la Nenerina. Hasta la industria publicitaria nacional resultó noqueada ya que el presidente folklórico prohibió “la emisión de mensajes comerciales de licores y cigarrillos a través de la radio y televisión”.
El resto es historia y no pienso aburrirme a mí misma con más rememoraciones ni reconcomios. Escribo todo esto, de una, fingering mi Galaxy. Mi diáspora es celebración y tributo, aunque también es guayabo y extrañamiento. Mis contactos están repartidos en el mapamundi. Nos zoombamos reencuentros como si fuésemos aquellos Supersónicos. Ahora, hasta Robotina existe y aspira mi ático con su asma electrónica coñaceándose contra el rodapiés de mis 38 metros cuadrados. Esos otros novecientos doce mil cincuenta kilómetros eme-dos se los tragó el diablo.
Bruselas, noviembre 2020.