De Maiquetía despegué directo hasta este satélite de Júpiter donde me
siento más alien que Sting en Nueva York. Vivo poniéndome disfraces,
unos encima de otros, para no reconocerme ni siquiera en los espejos. Los
trenes en los que me desplazo son torres de babel donde agudizo el oído
intentando detectar palabras conocidas. Lo último que se me ha ocurrido
es fingir que soy muda evitando así el bochorno de mi pésima
pronunciación que remeda altisonantes jerigonzas. Formo parte de un
ejército nocturno que limpia oficinas onerosas. Me enfundo mis audífonos
y me abandono al veneno acústico de Caramelos de Cianuro: “Y tengo el
potencial, baby cohete, para ser tu jinete espacial y, tú, mi pájaro
digital”. En el receso, destapo mi tupperware y me atraganto de tajadas
frías adornadas con un simulacro de queso blanco que no le llega a las
patas al guayanés (ni al de mano, ni al telita, ni al paisa). Coñoelamadre,
que no me quejo. Aquí, por lo menos, no me asaltan mientras camino par
de kilómetros hasta mi habitación alquilada a las tres de la madrugada. Y
además me doy el lujo de enviarle algunas decenas de Euros a mi mamá
en Caracas. Me invento que soy la heroína llorona de alguna telenovela de
aquellas protagonizadas por las candidatas que perdieron Miss Venezuela
y se quedaron con las ganas de conocer a Donald Trump. Me invento que
soy beisbolista de grandes ligas disparando un cerro de jonrones. Me
invento que soy Carolina Herrera diseñando tapabocas con estampados
demasiado chillones. Me invento que no me despierta, a las seis de la
mañana, el bochinche repetitivo de mis compañeros de piso en su fatigoso
ajetreo por no llegar tarde a sus trabajos en negro. Pronto el cansancio
acumulado logra noquearme y me invento que soy yo quien piloteo el
baby cohete con destino al carajo viejo que tanto invocaba mi papá.