Mi calle guarda un secreto encanto: cada noche de los viernes, esconde entre los árboles que bordean sus aceras, a un perfecto desconocido.
Siempre me permito toda clase de conjeturas sobre su nombre y estado civil, y con pasmosa frecuencia acierto: se trata de nuevo de otro hombre legalmente aburrido.
Cuando subo camino a casa, una penumbra obvia me indisciplina la razón. Entonces, determino cosas terribles sobre mi estado de ánimo, que no mejora en lo más mínimo cuando maldigo el sinsentido de subir a esa hora una calle tan empinada. Pero tengo obsesión por los nombres y, por algún motivo que me incapacita para traicionar las más elementales normas de lealtad hacia mi calle y mi obsesión, cuando veo a un hombre que viene en sentido contrario al mío, pienso: ese hombre podría llamarse Terry. Tiene cierto aire que le confiere un nombre de tal naturaleza, mas enseguida noto algo extraño en su mirada que me obliga a cambiar de opinión: un hombre que se llame Terry jamás tendría una mirada tan insincera. Seguro se llama Santiago o Zacarías, pero la posición de sus manos, su paso lento, acaimanado, y el color de sus cabellos me hacen dudar. Así que decido obviar el tinte de desaprensión de su mirada y le llamo Terry. Un solo error no basta para perder la identidad, en consecuencia, lo detengo y le digo:
—Terry, es usted en extremo cruel. Lo suficiente para mover mi sentido de precaución. ¿Es cierto que acostumbra regalar rosas tristes a las damas, mientras les dice cosas dulces sin pronunciar palabras? ¿Es verdad que tiene largos y hermosos dedos con los que enreda cualquier intento de acercamiento, proponiendo distancias? ¿Vivió doce años en Bélgica y vio allí girasoles tan grandes que parecían lunas caídas danzantes? ¿Es verdad que en París se desmayó, y que en Suiza vio catedrales y aves luminosas que resolvían todos los enigmas al levantar el vuelo? ¿Sabe, no conozco ni el desierto ni la nieve, tan solo esto y me basta. No es necesario que me diga nada. Usted se llama Terry, y es suficiente. El hecho de haberlo encontrado esta noche, con una luna tan grande, me obliga a concluir que no debí haber ido tan lejos. Créame, todo lo estropeo. Me pregunto qué sería de mí sin estas manos—.
Como el hombre da muestras de aburrimiento —casi no puede disimularlo—, le digo:
—Fue una magnífica velada—.
Y cuando estoy a punto de marcharme, él me toma de los hombros y me besa. Lo juro, me besa y comienza a morder mi frente. Al principio no se siente, pero luego algo tibio baja hasta mis ojos y creo que estoy llorando.
Terry arranca trozos de mi piel. Lo sé porque veo su camisa empapada de mi sangre y aun así me resulta imposible oponerme a sus demostraciones de afecto.
Es cierto, tiene una mirada fría —pienso, mientras entre sus dientes se despiden mis mejillas.
—Debería cortarse las uñas— intento decirle, pero ya es demasiado tarde. Con ellas abre mi cuello y llega más allá de donde es posible llegar con las uñas. Lo extraño de todo esto es que no sé qué pretende con este absurdo encuentro. Siento que me hundo en mis vacilaciones. En ese punto ya me es imposible retroceder. Terry baja con sus dedos hasta mi pecho, a escasos centímetros de mi centro. Allí, sin proferir ninguna frase, registra mis entrañas, las desordena, las escupe y se marcha, sin decirme que lo siente pero él no acostumbra hacer el amor con una desconocida.