🥀 Punto límite

                                                      

Hace más de un año que murió el último habitante de esta casa. Aún recuerdo la profusión de flores blancas y lilas. Desde ese momento, no he dejado de encender velas los martes en honor a la última de la familia. Después de todo fue la única que conocí.

María Eugenia en las fotos que penden con descaro, hiriendo las paredes. María Eugenia apostada en una baranda de madera, sonriendo siempre en el blanco y negro, casi amarillento por el tiempo caído sobre la imagen.

Es difícil imaginarse la casa sin ella. A los pasillos les falta fuerza, a las habitaciones, al jardín. Es muy difícil hasta la vida.

El pequeño aviso, publicado en un diario en la página de obituarios, no deja de enfurecerme cada vez que lo leo: “Ha fallecido cristianamente la señorita María Eugenia…”, y si esto y lo otro y las flores y el acto del sepelio.

María Eugenia allí, en el extremo inferior izquierdo de la página. Pequeña y enmarcada en cinco centímetros negros su muerte, con una cruz sobre su nombre; como si ese montón de letras ordenadas pudieran resumir en cinco frases impersonales y frías toda su vida y sobrevivir al olvido.

Ni siquiera Carolina, su mejor amiga y la visita más asidua de esta casa, quiso venir más cuando se enteró de la muerte. Se quedó tan pálida que por un momento me ofendí mucho, pues pensé que se había marchado sin despedirse. Parecía una mancha. De la otra Carolina, la que solía aburrirme con sus conversaciones sobre piñas y vestidos, no quedaba ni un atisbo.

Creí que con el tiempo se le había pasado la impresión. Decidí llamarla entonces e invitarla a pasar la tarde conmigo, después de todo no me caía tan mal. En honor a María Eugenia, quien en vida la había apreciado bastante, justifiqué mi debilidad al reconocer que me sentía sola.

Carolina aceptó mi invitación de muy buena gana, casi con descaro, diría yo. Esos son los detalles que nunca entenderé de ella: el desenfado con el cual acostumbra tomar las cosas que a mí me cuesta trabajo aceptar, el desparpajo típico de  quien, importándole un bledo mi opinión, se apareció con dos amigos que jamás había visto.

Después de estar toda la tarde alabando la sospechosa decoración de mi sala y el precioso vestido de seda azul de Carolina, era preciso hacer algo diferente. No quería quedar como una inútil delante de gente tan ocupada, había que hacer algo. Mucho mejor: yo tenía que hacer algo. En realidad, lo único que deseaba era marcharme de allí a toda prisa y meterme en el primer bar que encontrara a tomarme un par de vodkas para después del tercero perder la cuenta y el decoro.

Era evidente que la soledad me había afectado durante el año transcurrido desde la muerte de María Eugenia. Me sentía fuera de lugar con esas personas, pero estaba en mi casa y hubiera sido una grave descortesía marcharme, dejando allí a Carolina y a sus amigos.

Me sentí ridícula hablando de submarinismo y de aviones, sobre todo porque nadie pareció interesarse por mis puntos de vista sobre el tema.

A la cuarta taza de café, el asunto ameritaba una acción de mi parte, así que, colocando la taza en la mesa de centro, lancé:

―Me voy a Tanzania― pero no me creyeron.

―Envíanos una postal― fue todo lo que recibí por respuesta. Entonces me paré frente a ellos y les dije:

―No me gusta el mar, jamás practiqué submarinismo y tampoco me compré una avioneta.

―A tu edad no sería lo más sensato― dijo Carolina con un bostezo, y luego se quedó meditando unos segundos la cuestión.

―Hace días los gatos se orinan por todas partes― dije.

Pensándolo mejor, ¿por qué tenía yo que hacer algo diferente a lo que estaba haciendo? Creo que me concedo demasiada importancia. ¿Para qué tuve que invitar a la imbécil de la Carolina, que me caía tan mal? Y lo peor de todo es que había dicho que vendría a pasarse unos días conmigo. Me enfermo de solo imaginármela por la casa, husmeando en cada rincón. Ni mi estómago, ni mis dedos, ni mis ojos pueden soportar sensaciones tan dolorosas.

―No es necesario que lo hagas― fue lo último que le dije a Carolina al despedirla en la puerta, sabiendo de antemano que para nada le interesaba lo que yo considerase o no necesario.

Desplomándome de cansancio en la butaca verde, traté de darle algún orden a mis pensamientos:

―María Eugenia, no es justo. Tú sabes que nunca digo groserías, perdóname, pero coño, no es justo. ¿Te imaginas, María, que sorprenda a Carolina fumándose tus cigarrillos a escondidas, como si con ese acto pudiera transmutarse en ti, y tomar tu muerte como si le perteneciera desde mucho antes de acaecer? ¿Te la imaginas sentada al piano, con sus dedillos de gusano, y tarareando tus canciones con el suéter de lana gris sobre sus hombros, el que solo te ponías cuando estabas deprimida? ¿Puedes verla sentada al borde de tu cama con tu costurero, pinchándose los dedos a propósito y haciendo rayitas de sangre en la pared? ¿Puedes sentir a la muy idiota atragantándose de toda clase de pastillas, para luego rematar en la madrugada con media botella de ginebra, sacándome de mi cama con ese frío porque dizque no puede conciliar el sueño?

No creo que pueda resistir, María Eugenia, cuando descubra en la gaveta la libretita roja donde anotaste los teléfonos de esos bastardos masajistas que se anuncian en El Universal, a quienes Carolina va a llamar sin ningún estilo, toda pintarrajeada, les pagará quién sabe cuánto por dos horas de compañía y, para colmo, me pedirá que les sirva jugo de naranja a discreción.

Después querrá que le tome fotos en la cama con tu dormilona de encajes, y seguramente no se conformará con eso y exigirá más y más. Me sacará del baño para meterse ella en la bañera a tomar yogurt con miel y a compartirlo conmigo. Tendré que contarle en una sola noche el mismo cuento, hasta que tome tu pistola y la obligue a darse un tiro en la cabeza.

Perdóname, María Eugenia, pero por ella no pienso encender ninguna vela.

Agregar un comentario

Síguenos en:


Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!

Los artículos más visitados: