🐈LECCIÓN

     No sé si mamá tenía razón al decir con ligera amargura que el tedio era la enfermedad de mi generación. Su agudeza salió una tarde mientras hacía una ensalada y me veía bajar y subir las escaleras, entrar y salir de casa, dubitativa, pensando si visitaba a Carlina, mi amiga de la infancia, hasta que me zumbé en el mueble y oscilaba entre el panal disecado del techo y ver a mamá limpiar las lechugas. No dijo más nada; rezongaba a sus adentros o no presté mayor atención a lo que dijo luego, hasta que gritó que picara el pan en trocitos. Lo hice; casi corto mi índice, soy torpe, andaba pensando pendejadas, y antes de que parte de mi dedo fuese masticado por papá o Luisito y salieran en las noticias de RCTV a la medianoche como caníbales, mamá, en suma lucidez, me despachó de la cocina.

     —Voy a ver a Carlina —dije desde la puerta chupándome el dedo.

     —Antes de las seis estás acá —gritó, como si no estuviese a unos pasos de ella.

     Esa tarde Carlina estaba de buen humor, o eso creía, lo cual respondía, según yo, al clima fresco y al cielo límpido, sin nubes, el cielo azul de los buenos días. Subí hasta su piso, quince, por las escaleras, el ascensor rechina como un viejo y le tengo un poco de miedo. Una vez casi me quedé encerrada con Matías, ese idiota, pero esa es otra historia. Al llegar me recibió su tía, yendo al trabajo. Trabaja en un banco prestigioso. Detesta los bancos, como yo, y creo que en eso sólo nos parecemos. Dijo «Hola» con cara de perro, seguro ella estaba molesta con Carlina, porque cuando está arrecha con ella, lo está conmigo.

     A ella, la señora Martina, le gusta usar paños satinados, ceñidos a su cuello. Luego supe que esa costumbre se debía a que ocultaba una marca de niña, o era un lunar con pelos, no sé, era una incógnita, ella no dejaba verse y yo no le preguntaría sobre eso. Solo Carlina la ha visto descubierta y dijo que era la marca más espantosa del mundo. Le creí, aunque ella suele exagerar.

     —¿Qué hacemos? —le pregunté al verla.

     —No lo sé —dijo. Se arrellanó en el mueble de la sala. Tomó una revista y la ojeaba por encima.

     —¿Volviste a escribir?

     —No.

     Carlina llevaba un diario de sus días. Le gustaba leerme algunos pasajes cuando le apetecía. Creía que el secretismo, la naturaleza íntima de ese tipo de literatura, era cosa del siglo XIX. Carlina quería ser una Anaïs Nin del trópico; que la conocieran por sus excesos silenciados, sin decoro o mojigatería. «Odio éste país de mierda» y «Ojalá todos se mueran» eran sus dos frases favoritas, repetidas como un padrenuestro.

     Una tarde dominguera ella dejó su diario en la mesita del balcón. Su tía lo tomó, se recostó en la hamaca y se instaló a leerlo, como lo hace con las revistas de sociedad o lo que signifique eso. Había engullido todo el odio vertido sobre ella, su madre por morirse tan joven, un «maldito cáncer», decía, y como Carlina no fecha sus reflexiones, porque pueden variar y repetirse o disiparse para ser un pasado absoluto o un presente ominoso, su tía le recriminó las lisuras de sus escritos: «Con que soy una zorra-vieja-bruja-sin-coger, ¿No?»

     —Eso es viejo, tía —respondió Carlina.

     En su departamento, Carlina gustaba de usar franelas muy anchas, las cuales la hacían lucir más flaca. Por el calor, se las arremangaba y anudaba un grueso de la franela en su ombligo, abultándole una parte del vientre y la otra se la descubría. En modo broma, le decía si estaba medio embarazada de William, Jesús o Víctor, «ay no, puta, tú serás una santa», dijo.

     —Estoy aburrida —repicó de sopetón.

      Yo también estaba aburrida. Era una sensación extraña estar de acuerdo con ella. No teníamos nada que hacer. La invité al parque del este, pero no quiso salir. Antes nos sentábamos bajo las palmeras o un bucare mugroso, fumábamos un cigarrillo robado de la cajetilla de su tía y rechazábamos a los chicos que se nos acercaban. Llegaban como zamuros. Nos proponían fumar porros, unas risitas por acá, unos chistes tontos por allá, para luego de estar atontadas, nos llevarían a su casa, en un barrio penoso y marginal del cual no sabríamos salir. Vería la cara roja de Carlina, trastabillando de bruces al sol, con su camisa ancha, su vientre plano, sus abdominales marcados, esfumándose en cuestión de semanas: la leche maldita germinaría un monstruo de algún malandro de nombre impronunciable.

     Buscó jugo de naranja, lo vertió en dos vasos, me dio uno, muy bonito de círculos plateados y se sentó a mi lado en el mueble de rattan. Su rostro cambió. Posó su mirada sobre sus uñas pintadas de humo y blanco, mientras yo tomaba jugo y observaba mi cuadro preferido del lugar: era un océano amarrillo, tenuemente invadido por las pinceladas de un sol naranja escondido.

     Quería preguntarle por William, pero si el tema no salió a colación en los primeros diez minutos de vernos, es que estaban peleados o ella lo había cortado; lo odiaría y se odiaría a ella misma por odiarlo. Luego lo llamaría, él le diría alguna babosada prefabricada y volverán a ese vaivén que ella llama amor.

     —Si me lanzo se acaba el tedio, ¿no? —dijo sin mirarme. Aún inspeccionaba sus uñas perfectas. Había algo de seriedad en su expresión. Parecía no estar en la sala, sentada junto a mí, o, parecía que yo no estaba allí, a su lado.

     Insistió en lo de lanzarse. Traté de seguirle el juego.

     —Si te lanzas acabarás como el tío de Juanpi, que se lanzó de un sexto piso —dije—. ¿Recuerdas? El miserable se salvó del impacto, pero sin volver a caminar por el resto de su vida.

     —Desde ésta altura tendré mucho más que una columna como pasta —dijo Carlina.

     —¿Quieres probar? —dije.

     La incité para asustarla. Siempre recomiendan jugar con la «psicología inversa» de la persona, sea lo que eso signifique. Imaginaría su cuerpo caer, meado y cagado, y en cuestión de segundos, sus sesos se esparcirían sobre la mugrienta acera y su sangre se mezclaría con la basura y mierda de perros.

     Bajamos a planta baja, donde la señora Rosa. Ella es una señora chévere, a pesar de ser la madre de un feto andante, Matías. La señora Rosa había dejado una caja con tres gaticos chiquiticos fuera de su apartamento. Eran cinco en total, pero dos desaparecieron. Eran los más lindos.

     —Toma uno —dije.

     Algo pasó por su cabeza, como un flash endemoniado, cuyo efecto fue una ligera sonrisa que se dibujó en su rostro.

     Nos llevamos a un gatico moteado, con pelos blanquitos y algunas pequeñas manchas negras desparramadas como eyaculaciones de un púber. Dentro, en el balcón, le pedí el michi. Lo sobé un ratico, tan suave y cariñoso, aunque maullaba sin parar. Lo llamé Matías. Debía tener hambre. Le pregunté si le dábamos algo de comer, y Carlina se carcajeó. Intentó quitármelo y no la dejé hacerlo.

     —Ok, ok, calma. Mira lo que te puede suceder —le dije.

     No quería soltar al pequeño Matías. Para mi defensa, hasta pensé llevármelo a casa, esconderlo en mi cuarto hasta que creciera y comenzara a deambular por los cuartos de mamá, papá y Luisito, y sus maullidos se mezclaran con los estornudos de mamá.

     La velocidad que alcanzó el michi fue sorprendente. Esperaba, muy dentro de mí, que su instinto felino se activara a tiempo y pudiera caer de paticas. Si, quince pisos, es tonto, pero esperaba que lo hiciera, para después decirle a Carlina: «Mira tonta, tú no podrías hacer eso», y reírme tanto de ella que le provocara el llanto y se considerara estúpida por tener semejante idea. ¿Por qué una chica linda querría suicidarse? Is a bullshit.

     Carlina observó con detenimiento, sin parpadear. Su largo cabello colgaba del balcón, y pensé en Rapunzel y los choros y mendigos que se treparían para meterse en el apartamento. El sol, de a ratos, pintaba su melena de sombras doradas. El gato parecía un peluche, un muñequito, cayendo sin parar. Volando por segundos.

     «¡Ja!» fue todo lo que salió de su boca al verlo estrellar. Se hizo una mierda. Era un vomito negruzco esparramado en la acera, y vi, de repente, el cuerpo estrellado de Carlina en la entrada al edificio. Luego, lo que estaba tendido allá abajo era mi cuerpo, sumiso en el asfalto. Ella se recostó en la hamaca, volvió a mirar las uñas de sus pies. Eran perfectas.

     —Me arreglo las uñas y vamos al parque —dijo mirándome a los ojos. No lo había hecho en toda la tarde.

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Feed de narrativa editada a seis manos (desde San José de Costa Rica, Stuttgart y Caracas), por los caraqueños diasporizados Luis Garmendia y Javier Miranda-Luque, y el caraqueño sin diasporizar (¿por ahora?) Mirco Ferri cuya idea es la de postear textos propios y de autores invitados. ¡Bienvenido cada par de ojos lectores que se asomen a estos predios!