Cuando era niña, quería ser una villana. Vampiro, la mujer malvada que sonríe en la oscuridad, el hombre de la película que aterroriza en la oscuridad. La imagen no estaba muy clara, pero si el propósito. Quería ir contra la corriente. Correr contra la multitud; golpear cuando se supone debía sonreír. No era un pensamiento sencillo de expresar, mucho menos de entender. En la infancia, todos estamos muy sorprendidos por el tamaño del mundo. Intentamos poner nombres a las cosas. Señalar de un lado a otro, lo que nos apasiona o nos desconcierta. En mi caso, la maldad era esa cuestión confusa, enorme y abstracta. Ese espacio al rabillo del ojo cotidiano. Un misterio dentro de un misterio.
Por supuesto, decir algo así traía problemas. De modo que jamás lo dije. Sólo imaginé a la maldad. Comencé a leer sobre el Dios y el diablo, monstruos terroríficos, espectros, casas que podían devorarte por lo maligno que rezumaba en sus paredes. ¿Eso era el mal? Me lo pregunté a los diez, aturdida cuando una de mis amigas me llevó al pequeño apartamento en que vivía con su madre. Mi abuelo murió y dicen se aparece aquí, me dijo. Dicen que está aquí, en alguna parte. Un fantasma, remató con tono fatalista y misterioso. Algo malo.
Lo malo. Me quedé a dormir esa noche y de madrugada, me levanté en la oscuridad. Era un lugar pequeño, apenas dos habitaciones, una sala de estar diminuta. Ventana y cocina. ¿Estaba ahí el mal? Esperé, aterrorizada y a l vez, con un entusiasmo extraño, sinuoso. Pero por supuesto, el abuelo no apareció. La casa siguió en silencio, el día llegó con pequeños resplandores. La oscuridad retrocedió. ¿Había algún mal real en esa casa sencilla?
Nadie piensa de esa manera cuando es muy joven. En realidad, los grandes y estructurados conceptos vendrán después. Las sensaciones sustituyen todo. El sobresalto, la curiosidad, la impaciencia. ¿Eso es la maldad? Me lo volví a preguntar mientras caminaba por la calle tomada de la mano de mi mamá. Me detuve, miré sobre el hombro. Mi amiga me miraba desde el balcón. Estaba sola, pero yo casi me convencí que el abuelo, lo malo, estaba a su lado. Invisible, al acecho. La maldad.
***
Todos los días, mi amiga K. baja a la calle frente al edificio donde vive y alimenta a una camada de gatitos abandonados. Lo hace de madrugada, antes que sus vecinos le puedan reclamar “el atrevimiento” y a riesgo que la inseguridad caraqueña le recuerde que este no es un país para la bondad. Pero para K., esa responsabilidad que asumió sin que nadie se lo pidiera o mediara algún razonamiento, tiene un significado. ¿Cual? la verdad que no lo sé. Lo hace por satisfacción propia, por esa visión del mundo ideal que la ha impulsado desde niña e incluso, como una forma de crear su concepto del bien. Vaya poder, pienso cuando me lo cuenta. O qué ingenuidad, dice una vocecita impertinente en mi mente.
Lo mismo ocurre con J., que cada día ayuda a cruzar la calle a una ancianita con bastón con la que suele coincidir en una plaza cerca del barrio donde vive. Hace unos tres meses, J., se tropezó con la mujer, a quien llama “abuelita” y escuchó su historia: Necesita acudir cada día al dispensario más cercano para recibir su dosis de insulina. Vive sola desde que enviudó en una casa pequeña y destartalada, de manera que mi amigo decidió acompañarla cada mañana, al módulo médico que se encuentra al cruzar la transitada avenida en la que ambos son vecinos. Me cuenta que no necesita una razón concreta para sentir que debe ayudar. Lo hace porque le gusta escuchar las historias que la anciana le cuenta en el trayecto y compartir un café muy amargo en el pequeño salón de la casa de ella, rodeados de las fotografías de la familia que ya no está y el olor a humedad. Sonríe cuando le digo que es el clásico “buen samaritano”.
— No creo, eso es sería enorgullecerme de alguna virtud. No me lleva esfuerzo ayudar a la abuelita, y además, es una manera de reconciliarme con el mundo — me explica.
— - Pero haces mucho más que algunas personas que ni siquiera les parecería deben hacer algo por el prójimo — comento.
— No juzgo a nadie por no hacer algo en concreto. Tampoco me vanaglorio de tener un gesto de bondad. No hay medias tintas en esto: lo hago porque quiero.
Una idea interesante. Me recordó mi obsesión por el mal durante la infancia. Lo mucho que había creído que el mal y el bien eran fuerzas en pugna con rostros reconocibles. El vampiro que sonreía, el sacerdote que se le enfrentaba. Siempre iba por el vampiro, recordé de súbito. Me hizo reír el pensamiento. Mi amigo pareció incómodo.
–Te burlas.
–No, claro que no.
–¿Y esa sonrisa?
–Pensaba en que creamos nuestras quimeras – le mentí – que nos gusta pensar en todo a nuestro alrededor funciona como un mecanismo. Pero en realidad, no hay nada.
En lo que sí pensaba, era mi buen y querido amigo, que caminaba con la “abuelita” del brazo, en una ocasión había golpeado con un bate de baseball un automóvil. Con tanta fuerza y tantas veces, hasta destrozarlo. Por pura venganza. El mal. Uno de sus profesores decidió no sumar el punto crítico que le permitiría levantar el diploma Universitario. No me da la gana, chico, le había dicho. ¿Qué vas a hacer? Le mostró el examen. Mira, acuérdate, no te gradúas por mí.
J., el paseador de ancianitas desconocidas, se quedó callado. Se dio la vuelta, salió del salón. Como el resto del grupo, sentí vergüenza y lástima. Una hora después, escuché el bullicio. J. estaba en estacionamiento y golpeaba el parabrisas del feo Renault del profesor. Una y otra vez. El profesor apareció pálido. Le escuché gritar. El viejo carro era su posesión más valiosa. Una carcacha bien cuidada. Y por supuesto, mi amigo lo sabía cómo todos.
–¡Coño! ¡párate! ¡Coño! ¿te volviste loco?
J. obedeció. Soltó el bate. Tenía las manos y los brazos enrojecidos. Un rosetón carmesí en el antebrazo. Una herida en la muñeca. Nos miró a todos. Sabía que no podía graduarse, que estaba expulsado. Que ya no había vuelta atrás. Lo miré admirada, desconcertada. Un poco asustada. ¿El mal?
–¿Qué vas a hacer, chico? – dijo – Dime, pues.
Ahora paseaba abuelitas. Ancianas desconocidas. Para hacer el bien. Una loable intención, me digo mientras intento sonreír y no mostrarme escéptica, menos cínica. La misma que anima a mi amiga K. en alimentar a los gatitos en desgracia, a mi madre a ocuparse personalmente de comprar las medicinas de la señora que limpia la oficina donde trabaja o a mí, con mi pequeña cruzada por obsequiar libros a quien era leer. No es una manera de vanagloriarme de mis buenas acciones y creo que nadie que haga una, lo hace por ese motivo. El argumento, parece algo relacionado con un elemento mucho más íntimo y preciado. Una idea sobre el bien que se construye todos los días. Un impulso cotidiano por hacer retroceder el caos.
Pero mi amiga K., de vez en cuando roba. Lo hace por impulso, sin pensar. Lo hace en tiendas pequeñas, en el local de una conocida red de farmacias. Extiende la mano, arroja algo a su cartera. Me lo ha dicho, descripciones vívidas de la emoción que siente al hacerlo. Quizás es mentira, lo inventa para impresionar a su amiga la pálida, la de anteojos, la callada. Me causa risa, la bienhechora de los gatos, también es capaz de sentir el placer de lo malo, de lo que se esconde en lo invisible, de lo que le aterroriza o le seduce. Quizás ambas cosas.
Qué pensamiento curioso, me digo. Lo medito, sentada en el vagón del metro de mi ciudad. Una buena multitud de usuarios se encuentran de pie, apretados unos contra otros. Una mujer embarazada se tambalea, aferrándose con dificultad a uno de las agarraderas que cuelgan del techo. Miro a quienes están sentados a mi alrededor. Un chico muy joven, de camiseta azul y granos en la cara, finge dormir. Una mujer joven, más o menos de mi edad, clava la mirada en el suelo. Y un hombre mayor, de barba y anteojos, parpadea, mirando a la multitud con la atención del miope. Nadie parece ver a la mujer, con su vientre bien visible y el rostro coloreado de cansancio. No hablamos de educación, ni tampoco de algo tan difuso como principios. Es una idea que parece resumir una cierta empatía, una comprensión de esa convivencia mutua que muy pocos comprendemos a cabalidad.
Pienso que quizás me debería levantar y ofrecer el asiento a la mujer embarazada. Incluso imagino la escena: ella sonríe y lo acepta con una expresión de alivio. Ninguno de mis compañeros de viaje me mirará. El chico de la franela azul hará un mohín y se cubrirá la cabeza con el suéter de lana que lleva anudado a los hombros. Todos sabrán que soy buena, una mujer capaz de actos desinteresados y formidables. Pero no lo hago. ¿La verdad? No quiero hacerlo. Y no me molesta pensarlo. Simplemente, asumo mi responsabilidad, me miro en el espejo del otro con una facilidad que me brinda mi necesidad de observar y comprender el mundo bajo un cierto ideal. Miro a la embarazada, la contemplo con fijeza. Quiero que vea que estoy sentada, que me encuentro realmente incómoda. Ella me devuelve el gesto, los ojos fijos. No pestañea. Cuando el vagón se detiene, es a mí a quien mira. No a los hombres, al adolescente flojo. A mí, que no puedo dejar de sonreír.
Tal vez me quedé sin alas.
Pero eso solo me atañe a mi ¿No es cierto? ¿Qué sentido tiene el debate insistente de lo bueno y de lo malo si debes convencer a alguien más de tus pruritos y deseos morales? No lo sé, pero lo que sí tengo claro es que, todavía, le apuesto a los villanos. Tal vez no deje de hacerlo jamás.